miércoles, 16 de febrero de 2011

El Jardín de las Delicias

Miré la casa y entré. Juzgué que me estaría esperando. “¿Hay alguien?” pregunté con voz temblorosa, sin recibir respuesta alguna. Eché un vistazo. Exagerada la cantidad de cuadros y decoraciones, pero hubo un cuadro que más me llamó la atención. Me acerqué a mirarlo como si el que me había estado esperando fuese él. Llegó un momento que lo rozaba con la nariz, me sentía adentro. "Te gustó el cuadro geh", interrumpió una voz que sorprendentemente me transmitió paz. Hieronymus Bosch, el mismo que dibujó El Jardín de las Delicias. Lo siento, no se mucho de arte. No importa, lo que importa es que usted al fin llegó. ¿Dónde? Acá, a mi casa, mi hogar. ¿Por que supone que yo tendría que estar acá? No lo supongo, el destino lo trajo y llegó. ¿Y ahora? No lo sé.
Un silencio reinó en ese ambiente. Yo continué con la observación de la ornamentación, de la arquitectura gótica, de cada madera del suelo y de la lejanía del techo, pero siempre terminaba en aquel cuadro. No contenía nada especial. Sería ello lo que acaparaba mi atención o quizá el hecho de que era especial como un absoluto. 
         
               En el instante en el que más me perdía sentí la mirada de aquel señor. Aquella persona alta, ambigua, sin duda me clavaba sus ojos grisáceos. Esos ojos empezaron a ser parte de mi cuerpo y de mi alma hasta que parpadeó por un segundo o más. Siéntese, me ofreció. No sabía si aceptar la oferta o rechazarla con una excusa de escape (Disculpe, pero se me hace tarde. Perdone, es que debo ir con mi madre. Debo terminar un trabajo) Seguí pensando y me decidí por huir, pero ¿Cuándo? Miré y miré, pero no encontraba el momento. Si tan solo parpadeara una vez más dándome ese tiempo inmenso. Estar parado tanto tiempo también sería malo, daría a la sospecha, y finalmente no tuve otra opción que sentarme en un sillón de tres cuerpos negro del siglo XIX. ¿No quieres algo para satisfacer la sed? Agua. Pensé que podría echarme a correr pero el episodio siguiente me dejó anonadado. Un jarro simplemente apareció en frente mío. No era una ilusión ni que no me hubiese percatado de su presencia antes, afirmo con seguridad que simplemente apareció, así como de la nada apareció la vida. Sírvete. Tenía agua, me serví pero el jarro siempre estaba lleno. Nunca creí en la magia hasta ese momento, estaba estupidizado por lo que había ocurrido. Ya no me importaba el cuadro ni la casa, lo interesante era el señor, hechicero, brujo, mago. 
               
                 Nunca apartó la vista de mi rostro. Empezó a hablar en voz baja, como quien lanza un conjuro, asustándome. Comprendí que debía alterarme, que no debía pestañear (quién sabe la cantidad de magia que podría hacer en tan corto tiempo), que sólo debía ser cortés. Sería algún hechizo o alguna maldición. Su cara se desfiguró y un escalofrío empezó a subir por mi espalda. Empecé a ver el cuadro para distraerme, para no sufrir con todo ello. Lo miraba y me aferraba a su fantasía surrealista, para no mirar otro mundo. Todo hasta que parpadié. Oscuridad. Abrí los ojos. Estaba de traje, atado a cadenas invisibles. El cielo estaba a mis pies y la tierra parecía aquel techo. Rodeado de gente desnuda que corría a una velocidad anormal. Llovían gotas de fuego, ni chispas ni llamas, sino gotas que cubiertas de fuego, estallaban en agua. La gente seguía corriendo, no tenían ojos, pero sin embargo nunca chocaban, parecía una coreografía totalmente sincronizada. En mis ojos estaba el horror. Cerré los ojos y todo desapareció. Los volví a abrir y el señor ya no estaba.

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