jueves, 6 de noviembre de 2014

Sailing Stones.

     Hay, en el barrio olvidado, una plazoleta que sufre el mismo castigo. En ella el sol y la lluvia hostigan unas casi ausentes líneas de tiza que forman una rayuela.

     Hay, también en el barrio, numerosas piedritas amontonadas en una esquina. Esta esquina no es la intersección de dos o tres calles; sino, de todas las calles del barrio. Esta esquina es imposible sólo para nosotros y para todo el mundo, pero no para las piedritas. Toda piedra que fue en aquel momento la preferida de algún vecino para jugar a la rayuela, está en esa esquina. Como es sabido, ya no hay niños que jueguen este juego - o los que juegan ya no lo hacen con tanto entusiasmo como para tener una piedrita preferida-. Algunos mayores melancólicos creen tener todavía esa piedra guardada en algún cajón o metida en una caja de recuerdos, encima del ropero. La verdad es que si la buscaran - algo que ocurre con escasa frecuencia - no la encontrarían; todas ellas tienen el mismo destino: amontonarse en la esquina donde cortan todas las calles del barrio olvidado.

     Hay, en esa esquina, una piedra que merece especial atención: todas las tardes, antes de que el sol se esconda infinitamente (cada ocaso es una muerte, el sol que se despide lo hace por la eternidad) esta piedra se traslada hasta la plazoleta y se posa sobre uno de los cuadrados de tiza. Por la mañana desaparece, y vuelve de tarde.
     Algunas personas aseguran que la piedra es otra cada día, y la piedra que ya no está por la mañana pasa al terreno del olvido, y ya no vuelve más. De esta manera, razonan, la montaña de aquella esquina es un paso previo a la nada; y la rayuela, la última mirada atrás de quien se va, que busca - ya consciente de que el regreso es imposible - saber que la extrañan un poco.
     Sin embargo, aquellas personas no recuerdan que el fenómeno lleva décadas sucediendo, a una piedra por día y trecientos sesenta y cuatro días al año, la cantidad de piedras de la esquina debía haber sido mayor a la cantidad de niños que jugaron alguna vez, con verdadero entusiasmo, a la rayuela. Yo creo que la piedra es la misma siempre. Que la montaña no cambia su tamaño, y que una sola piedrita alcanzó la eterna suerte de volver a ser lanzada sobre la tiza y las baldosas.

     Ayer pasé por la plazoleta y vi a una niña jugar con la rayuela. Ya era casi de noche, la niña saltaba, abría las piernas, llegaba hasta el cielo y volvía a empezar. Siguió jugando durante un rato, luego tomó la piedrita la guardó en un bolsillo y se marchó. Se hizo de noche.