lunes, 21 de junio de 2010

Proceso Entrópico

Mis manos, mi cabeza, todo empezaba a pesarme. Abrí los ojos, era Domingo... el Viernes había ido a ver a Paula y... No me acuerdo... Solo eso, su sonrisa y después una luz...

Esa luz, que parecía tan brillante. Y aún lo parece en mi mente, en mi recuerdo. Un resplandor, como un suspiro, una bocanada de aire debajo del mar. Lo vi todo aún más claro, era como si mi corazón y mi cabeza estuviesen conectados por un mismo y unísono latir. Un, dos, un, dos...

De repente, una voz. "Señor Oreyaga, despierte, es hora del chequeo". Abrí los ojos, parecía una eternidad desde la última vez que lo abría. Ella, "Sonia" se leía en su identificación. "Buenas tardes señorita, o buenos días" le dije casi sin energía "la verdad es que no se que hora del día es, sepa disculpar...". Sonrió "Son las cuatro de la tarde, señor Oreyaga, estuvo dormido durante un par de semanas...". Me habían parecido meses, años, o tal vez un par de segundos. Es curioso como a veces, solo a veces, una eternidad cabe en un par de segundos. Una horrible y honesta eternidad de segundos...

Miré por la ventana, el lugar en el que me encontraba estaba enfrente de la Catedral. Una muchedumbre se dejaba ver por mi ventana, como un mar de caras... "La Manifestación" de Berni.

Es curioso como un día a la semana, una tradición o lo que es más que una tradición, una creencia, puede reunir a personas tan distintas...

Cerré los ojos para intentar abstraerme del ruido que no cesaba en mi cabeza, ese latir insoportable que fundía mi corazón y mi cabeza en uno. Uno solo.

Volvió la oscuridad... al fin pude pensar, vinieron a mi imágenes. Paula, su cara. El volante de mi Volks Wagen Vento gris. Y esa luz... esa luz.

Comenzaba a sentir el dolor, a aturdirme por el incesante sonido de mil tambores en uno, ese latir insoportable. Era como si algo dentro de mí fallara, como si en lo más profundo de mis órganos, de mis huesos, se estuviese llevando a cabo un proceso entrópico. No podía soportar más esta agonía. Y los síntomas, cada vez más claros. No soportaba mi cuerpo, era como si un ser ajeno a mí, pero a la vez muy profundo, cercano, estuviera rechazándome. Si, era rechazo.

Pero esa misma noche fue cuando me di cuenta, primero náuseas, luego vómitos, convulsiones, estuve así dos días. Sonia solía volver, una o dos veces por día, a la mañana y a la tarde, cuando la noche y la tarde se dividen por una delgada línea de horizonte. Me inyectaba, no podía ver que era, solo la aguja. Nunca me gustaron las agujas. A medida que pasaban los días, Sonia y yo nos íbamos acercando. Le conté de mi vida, ella era como una vela encendida entre tanta oscuridad, y yo le confiaba mi vida, literalmente. Ella me contó que hacía poco había muerto su novio, en un choque de autos, un desastre según ella.

Una tarde, cuando marzo comenzaba a teñir las blancas sábanas de mi cama de hospital, Sonia entró a mi habitación. En su mirada advertí algo. Una tristeza, un amargo, el vacío de sus ojos reflejaban un secreto que sólo ella conocía. No dijo nada, sólo me miró. Se quedó mirándome, sólo mirándome. Luego una lágrima de rimel le cayó y rodó hasta el piso. Se acercó a mí, y vi esos ojos por última vez… Cerró los míos, no tenía fuerza para abrirlos, desafiando su capricho, para preguntarle que pasaba. Sólo me quedé esperando. Ella besó mi frente y lo único que pude escuchar después fueron sus pasos saliendo de la habitación. Cerró la puerta. Me quedé pensando, pasando y repasando ese momento, como por diapositivas. Y luego, luego por un momento, sólo por un momento, creí haber vivido un Déjà vu. Ese latido, de dos en dos, de dos en dos. Y esa luz, la misma luz.

Borsh Populi

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