jueves, 10 de marzo de 2011

Siempre Ella

Descansa, duerme, sueña. Un mundo diferente y no tan lejano. Oye a su padre gritando desgarradamente, y nadie lo escucha, sólo él. Mira al cielo tan rojo, al pasto amarillento, a su cama llena de plumas (también rojas) de algún ave onírico, y levanta la mirada nuevamente. Su padre seguía ahí, esperando alguna ayuda, su salvación. Sin embargo, la sorpresa le usurpó la reacción; seguía roncando aunque los alaridos no lo dejaran escuchar nada más. Esa voz se hacía desconocida, se mezclaba con el aire libre, con la cama, y la música de fondo (típico efecto cinematográfico que los sueños incorporan). Todo era otra cosa, y los dos cuerpos convulsionaron, uno tratando de evadir al sueño y el otro al dolor. Le salía sangre de todo el cuerpo. Los ojos, el pelo, las orejas, los nudillos de su mano, la palma, y hasta las uñas de los pies. El cielo y el infierno tenían el mismo color, nada de maniqueísmos, nada de claroscuros, nada de antónimos, prácticamente nada de nada, solo una imagen. Breath-taking (vaya expresión). La cama en el medio del descampado en una noche rush, un cuerpo ensangrentado, y su hijo llorando pétalos de girasol, nadie descubría al sol. El último grito, ese último instante que te salva de la pesadilla total. Abrió los ojos desesperadamente y con agitación su mirada de niño se fijó en su padre que tomaba del pico de una botella mientras su madre, sentada en el piso de la habitación, lloraba desconsolada. El eco del grito permanecía en su cabeza. Ella no descansa, duerme ni sueña. Ella, esa maldita botella.

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