Por más que nos guste la paz, a veces es
buena la guerra. Que nos bombardeen un poco, que nos muevan, tener que
movernos, sentir que hay algo que perder. Es que es
la ausencia la que nos hace conocer lo presente, como el pez en el agua. También resulta que no escuchamos nada y empezamos a dudar
de nuestra sordera, de que el mundo esta muerto, de que estamos solos y
entonces ese ruido, un ruido que nos salva y todo vuelve a estar vivo. Ese
ruido que nos dice que todo está mal porque es muy fuerte, porque es un grito o
una alarma, y no nos gusta y nos hace mal, pero nos dice que todo esta vivo y que escuchamos… aunque sea lo peor, escuchamos. Así
también el puño de un amigo nos dice que todo está bien, que seguimos vivos,
que no somos quietud en el otro, que somos movimiento (de un puño por lo menos)
en su corazón. Quizás prefiramos un juego para correr, una linda canción o un
abrazo pero lo opuesto nos hace sentir y al fin y al cabo volvemos a sonreír. Se sonríe y
después de todo se llega a aprender qué es lo vivo, porque en la guerra,
en el ruido y en el puño está la vida disfrazada de opuesto. Pero que
lástima llegar a eso… llegar a no apreciar la paz, a no apreciar al silencio o
a no apreciar las palabras, a no vivir… simplemente no hace falta; pero si la
hiciera, la solución está en el problema.
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